Dicen que la mayor prueba de que Dios existe es oír a Aretha Fraklin cantar. Da igual que sea Soul o Gospel, aunque de lo primero tenga título, ya sea de Diva o de Reina y de lo segundo no, podría haberlo sido igualmente pues lo llevaba de fábrica. Hija de un reverendo baptista y una cantante y pianista, la cual abandonaría a Aretha y sus hermanos, era la tercera hija de este malogrado matrimonio. Nacida en 1942 en Memphis y fallecida en Detroit en 2018, fue todo un ejemplo de superación de aquello que nos podamos imaginar, pues en su vida se dan el machismo paterno, los malos tratos de su primer marido y el racismo propio de la época. Tuvo que superar dos embarazos precoces siendo prácticamente una niña, primero a los doce años y una segunda vez a los catorce, pero su talento era demasiado grande como para encerrarla en lo que en cualquier otro momento y situación hubiera desembocado en un callejón sin salida. Sería su padre, un mujeriego empedernido, controlador y violento, quién se esforzaría en sacar adelante el talento de Aretha, sin que ella pudiera objetar mucho, hasta que se convirtió en una estrella del gospel y firmó un contrato con una discográfica que la capultaría definitivamente al estrellato.